Recuerdo la noche en que la escuché hablando de ti; en la que supe que ella te conocía y que te amaba. Fue la misma en que supe que, como ella, yo también me convertiría en un fantasma al que recordarías con nostalgia después de que, a pesar de nosotros -o precisamente por ello-, emprendiéramos la marcha. Me encantaría arrancarme el recuerdo de su voz describiéndote, diciéndome que sus ojos te habían reconocido y que se habían despertado quizá tan iluminados como los míos al amarte. Supe que cuando describiste una muerte tuya hace apenas unos años te referías a ella, igual que cuando reclamabas un “después” en las palabras que te oí decir la primera vez que escuché tu voz. Siempre la amarás y siempre me amarás, quizá más que a ella -como dijiste muchas veces- pero quizá también haya otra que te provoque tanto que nos compares una vez más porque nunca te es suficiente sentir lo que conoces.
No me hace sentir mejor saber que significo mucho para ti, igual que dudo que te haga sentir mejor saber que significas mucho para mí. Creo que cada vez que nos atrevamos a decir nuestro propio nombre estaremos evocando todas las veces que nos llamamos, que tuvimos vida por la boca del otro. Amé mi nombre cuando lo dijiste tú, cuando me analogaste a una crisálida y a todo con lo que pudiste jugar como un niño curioso por las cosas de las que es capaz. Así, mi presencia está condicionada por tu ausencia, por la insistente razón por la que fuimos ese amor que aún somos, ése por el que en este momento no estás conmigo ni yo contigo.
¿Qué habremos sido que nos causó tanto temor? alejándonos uno al otro, tratando de controlar el momento en que podíamos o no ser. Quizá intentábamos cazar el momento de ser más fuertes, de no espantarnos ante los abismos que se abrían cuando el otro -nos decíamos- no era tan maravilloso, cuando quizá no éramos lo que creíamos pero hubiéramos hecho cualquier cosa por sentir que era real, que era tan avasallador. Nunca dudaré que fuimos mucho, que lo que siento al pensarte es de las cosas más bonitas que ocurren en mí, pero creo que en el momento esperábamos que hubiera algo lo suficientemente fuerte como para quedarnos o irnos de una vez por todas; al final lo hubo.
Te recuerdo viéndome besarlo, y llorando porque eso no era suficiente para dejarme de amar; y lo entiendo porque yo tampoco dejé de amarte después de que me enfrentaste a saber de otras o verte con ellas. Pero cuando te recuerdo torturándote de esa manera, más bien me remito a aquella noche en que sentí que tenía que oírla hablar de ti, sentir mi sangre hirviendo porque otra te había ocupado y tú la habías ocupado bellamente. Hoy pienso en ello y me tranquiliza pensar en que, si hay otra más a quien ames y te ame tanto, eso logrará asustarte como nosotros cuando no nos imaginamos sentir tanto uno por el otro. Me tranquiliza imaginar que uno de los dos lo arruinará, que no tendrán lo que nosotros no tuvimos. Te pienso alejándola, temiendo que se vaya por cuenta propia, controlando las veces que la quisieras contigo o en tu contra, arañándote para aferrarse de ti.
Pero espero no haberte conocido suficiente, o haberlo hecho precisamente bien al desear que haber sucedido valga tanto la pena que encuentres lo que no tuvimos, que no te tome tan de sorpresa amar mucho y ser muy amado. Es más mi fe en ti y en las posibilidades (incluidas ellas), que mis celos, que mi molestia por no ser yo quien atestigüe tus nacimientos. Quizá decidas ser el único testigo de esa multiplicidad hermosa que eres, pero espero que sientas lo que te invite a celebrar la vida, lo que te inspire a ser tú (más allá del que conocí). Por ti fui la peor que pude ser (al quererte para mi y al lastimarnos) y, ahora que escribo esto y siento cómo amo cada posibilidad imaginada de que seas lo que quieras ser con quien lo puedas y quieras ser, veo que también he podido ser la mejor, como tú lo fuiste al dejarme ir.
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